El principio de cualquier arte marcial es, en primera instancia, que funcione como defensa personal cuando eso se requiera. Sin embargo, no es del todo normal que uno ande de riña en riña de modo cotidiano. De hecho la mayoría de quienes entrenan artes marciales tienen contadas –o ninguna– anécdota de peleas en la calle. Por esa razón la práctica pasa así pronto a ser un adiestramiento más profundo, mientras uno pule “sus armas naturales” uno “domestica su espíritu” con intención de mejorar como ser humano.
Ahí entra en juego el “Do” de las artes marciales japonesas y coreanas. O el, muchas veces implícito, “Tao” (que significa lo mismo) de las chinas. De hecho el emparejamiento filosófico suele ir de la mano con todas. Incluso los sistemas de combate militares están embutido en una filosofía, la de un ejército.
Quien practica seriamente un arte marcial va aprendiendo en el camino si realmente vale la pena usar concretamente lo aprendido, o en su defecto, cuándo ponerlo en práctica. En mi experiencia, aunque una persona no esté recibiendo constantes bajadas de línea moral sobre códigos éticos, si es un ser humano relativamente bien educado va a ir -por la misma fricción de la práctica- aprendiendo a cuidar su poder. Y acá no es tan importante qué arte marcial se practica. Esto corre para cualquier arte marcial, desde las deportivas, como boxeo o MMA, así como para las más tradicionales e incluso las internas. Sin embargo, nunca está de más insistir en los principios éticos.
En mi caso personal suelo definir ante mis alumnos al dojang (recinto de práctica) como el lugar donde físicamente se practican las técnicas, que nos podrán en una de esas salvar la vida, y donde psicológica- y espiritualmente vamos adquiriendo los principios. Puntualmente acá me refiero a las cinco virtudes confucianas que propone el Taekwon-Do que desarrolló Choi Hong Hi: autocontrol, perseverancia, cortesía, integridad y espíritu indomable.
Si siguiera una senda japonesa posiblemente me enfocaría en el código del bushido (camino del guerrero japonés) que tiene su propio listado: honor, benevolencia, honestidad, respeto, justicia, coraje y lealtad.
Y lo mismo si el arte marcial tuviese otro origen, por lo general hay un código o una serie de principios que traen aparejados.
Luego uno puede usar esos principios en el lugar donde esté: como hijo, padre, madre o cónyuge, ante hermanos, amigos o en el rol de jefe o contratado. Sirviendo para destacarse en el estudio, como empleado o para desarrollar un proyecto propio. ¡Los principios sirven para todo!
Los lineamientos morales nos enmarcan para poder vivir la humanidad en su totalidad y lograr de ese modo una libertad espiritual expandida siendo útiles -y mejoradores- para la sociedad de la que formemos parte. Del mismo modo actúan los límites que forman y cuidan a un infante que está creciendo, como un guardarrail que cuida que un vehículo no se salga de una autopista. La verdadera elevación espiritual es considerando al otro, hasta por egoísmo. Porque nadie se eleva espiritualmente pisando a su semejante, todo lo contrario, quien cultiva crueldad cosechará de esos frutos.
Me gusta la idea de cerrar con una frase que leí hace más de treinta años en una entrevista a un campeón de boxeo tailandés: “Se trata de siempre dar más que el otro, tanto dentro como fuera del ring”.
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