Sanando con alegría

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En la linda ciudad salteña, me crié, estudié y recibí las enseñanzas que proyectaron mi vida y mi profesión, dejar en palabras ese tiempo me produce felicidad y mucha gratitud, porque conmovieron y agudizaron mi visión al mirar los sucesos que la vida puede presentarnos.
Cursaba el tercer año de secundaria doble escolaridad, bachillerato y magisterio nacional artístico, de danza clásica. En ese año una institución educativa privada en conjunto con el grupo interdisciplinario del hospital de niños de la provincia, habían desarrollado un proyecto, donde invitaban adolescentes que tengan una orientación artística y humanística, para formar parte de un grupo de jóvenes que asistirían al hospital de niños durante los meses escolares. Solo podían participar los estudiantes de los últimos años con un buen promedio, sin problemas de conducta y que les guste de forma voluntaria asistir y ser parte de este proyecto que el objetivo general se basaba en llevar alegría, juegos y mucha creatividad a los niños internados, en tratamientos de quimioterapia y también niños abandonados transitando alguna enfermedad.
Recuerdo 10 grupos más o menos y en cada uno éramos entre 7 a 10 adolescentes los cuales estábamos divididos en diferentes horarios y salas; las más importantes eran la de los neonatos con problemas de desnutrición, muchos de ellos abandonados y la sala de internados por cáncer. Nuestros coordinadores eran médicos pediatras pasantes e interinos, psicólogos, asistentes sociales, etcétera. Los jóvenes doctores nos enseñaban las reglas básicas para el cuidado de los niños, teniendo en cuenta el proceso del tratamiento que recibían, mientras nuestro trabajo voluntario era llevar alegría y mucho amor, crear juegos con pocos recursos, reír, leerles cuentos, jugar con los niños, sacarlos durante el día y parte de la tarde de su dolorosa realidad. Me acuerdo de un lugar lleno de arboles donde con el permiso de los doctores llevábamos a los niños a recibir el tibio sol de la mañana o la tarde. En todos esos meses vivimos historias increíbles con mis compañeros de salas, pero voy a poner mayor énfasis en dos historias que me dieron una fuerza indescriptible a mi temprana juventud.
Se me había asignado el horario de la mañana, empezaba en salita de bebés con problemas respiratorios, como no tenían familiares, nosotras teniendo la higiene en nuestras manos y usando todo esterilizado alimentábamos a los niños con la mamadera de leche. Dos de ellas lo recibían por sonda, recuerdo todavía a María Eugenia y Victoria, ese olorcito de bebe lleno de amor. Fue impactante el primer día para todos porque si bien las enfermeras y los doctores les daban mucha atención y cariño, nos costaba entender que los dejaran allí enfermos y solos. Las enfermeras nos enseñaron como asistirlas en caso que la sonda se salga, o ellas se la saquen, hasta que el personal llegue a resolver la situación. Si bien trabajábamos en equipo cada voluntario asumía la responsabilidad de cuidar a uno o dos de ellos, dependiendo de la cantidad de niños en sala. María Eugenia y Victoria eran las más delicadas de salud, decidimos con una compañera tomar el desafío de asistirlas, la primera semana fue difícil porque ninguna de las dos bebas nos registraban y solo querían sacarse la sonda. Con mi compañera empezamos a crear sonidos para llamar su atención y por momentos nos seguían con la mirada, luego volvían a su mundo interior. Probamos cantar y entendimos que por allí podíamos conquistar sus pequeñas voluntades, empezamos afinar los sonidos del amor y la alegría. Cada día se nos ocurría algo nuevo y así fueron pasando las semanas y el tiempo de conectar se volvía más entretenido para ellas y con los siguientes turnos de voluntarios compartimos nuestras ideas y resultados para seguir estimulando los sentidos y las capacidades cognitivas. La alegría era nuestra llave maestra, todos entendíamos que nosotros éramos un puente entre la enfermedad y ese espacio donde toda alma puede conectar y sanar con entusiasmo y amor. Estábamos tan comprometidos con ese servicio que íbamos al hospital hasta los fines de semana. Las almas que me comprometí a cuidar ocuparon un lugar en mi vida y mi corazón, allí se quedó ese lenguaje de amor cálido y los sonidos guturales… al recordarlas, son melodías angelicales que siguen impulsándome a vivir agradecida.
En menos de un año algunos niños sanaron, entre ellos María Eugenia, y el destino de esta bella niña empezó a trazar nuevas conexiones con su madre biológica, que la había abandonado y arrepentida regresó una tarde. Los demás niños fueron llevados por la asistente social a la institución que ayudaría a encontrar nuevos padres a los pequeños.
Las despedidas eran muy emotivas para todos nosotros porque sentíamos felicidad que sus cuerpos sanaran, pero también en nuestro ser queríamos creer que iban a ser bien cuidados en esas instituciones hasta que llegue su nueva familia.
Victoria lamentablemente no pudo acompañarnos más de tres meses, nació con la tráquea incompleta y a medida que crecía era mayor su esfuerzo para respirar, sin embargo, se pudo lograr entre todos que eleve las defensas del cuerpo y a pocas semanas la alimentábamos con mamadera al igual que María Eugenia. Ellas dos cambiaron mucho desde que llegaron al hospital. Fue un desafío contra reloj porque sus cuerpos tenían una deshidratación importante y los médicos cada día acompañaban su proceso biológico con mucha incertidumbre porque al ser recién nacidas todos los nutrientes que tendrían que haber recibido en su gestación eran insuficientes, la alimentación que recibieron por sonda se basaba en lo mencionado.
Una mañana muy temprano Victoria empezó a soltar la energía vital, nos contaba la enfermera que daba batalla, como si nos estuviera esperando para despedirse, recuerdo que, gracias a eso invisible que nos une a los seres humanos, salí antes de la escuela y fui directo al hospital.
Victoria me regalo acompañarla en esos últimos momentos de vida. En soledad con ella sentí en sus ojos que el momento había llegado, tenía que dejarla ir, contuve mis lágrimas, suavemente entoné una de las melodías que solíamos cantarle y a los pocos minutos su luz se apagó, la tristeza me invadió, y el dolor brotó en llanto. Después llegaron todos mis compañeros y quedaron devastados con la noticia de ese día, nos consolaba saber que dejó de sufrir y que nuestro vínculo fue de una familia de corazón, entender que su tiempo de vida con nosotros fue una bendición. Agradeciendo la oportunidad de cuidarla, amarla y con alegría cubrir el vacío del abandono, despedimos simbólicamente su espíritu y en lo personal quedó la experiencia en mi libro de vida.
El deceso de otros niños en salita con enfermedades terminales, nos enseñó como grupo de jóvenes a vivir el presente, la importancia de una sonrisa, una canción, un juego, un abrazo… Dejamos de pensar en nosotros como seres individuales para ser un conjunto de seres humanos entregados asistirlos.
Aprendimos que la felicidad se construye en compañía, con amor, alegría y mucha entrega. Cada día al llegar al hospital era un día único e irrepetible, jugábamos con ellos y disfrutábamos todo, como si fuera la última vez. Lo maravilloso de vivir esa experiencia fue que definió todo lo que decidí emprender como profesión, entender que el tiempo es un instante y en nosotros está decidir cómo vivirlo.

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