Una luz para nuestros difuntos

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Me gusta creer que somos seres de las estrellas o de planetas sutiles, que existen en una frecuencia lumínica cósmica. Me gusta pensar que somos peregrinos del tiempo, encarnando muchas veces en diferentes dimensiones donde cada experiencia es única e irrepetible.

Entre tantos viajes algunos de ellos son en este planeta, en el que necesitamos un cuerpo físico para manifestar un plan existencial, donde lo más significativo es nuestra relación con otras almas, aprender juntos a vivir cada momento, con el compromiso de despertar nuestra esencia, la cual tiene las coordenadas exactas para regresar a casa.

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Desde la adolescencia aprendí que los seres más queridos, sin importar la edad, pueden desaparecer físicamente en un abrir y cerrar de ojos. El vacío y el dolor que te agobia cuando sucede algo tan inesperado es desolador, tanta es la confusión, que te lleva a experimentar distintos procesos, hasta aceptar lo que sucedió.

Recuerdo que la primera vez que enfrenté esta situación, quería descifrar porqué un cuerpo es tan frágil, cuando surge un accidente o una enfermedad. Sentía el parloteo de mi mente, que me incitaba a crear historias paralelas a esa realidad: “si hubiera estado allí, tal vez evitaba que fuera al lugar del accidente” o “si le hubiera insistido hacerse un chequeo médico, tal vez esa enfermedad mortal no destruía su cuerpo”. Muchos “hubiera” y “tal vez” los cuales van desapareciendo con él tiempo, quizás porque aprendemos a integrar esa experiencia con aceptación y la tristeza empieza a transformarse hasta llegar a ser una sensación de gratitud hacia ese espíritu que fue y sigue registrado en nuestro libro de vida.

A medida que el reloj terrestre sigue marcando distancia de aquel tiempo que ya no existe, a veces la realidad del presente te regala un instante especial en aquella reunión que tal vez pensabas no asistir o ansiosamente esperabas. Es allí que los relatos se van entrelazando unos con otros y sutilmente se manifiesta “un algo” que nos lleva a recordarlos ya sea entre amigos o familiares como la calidez de su abrazo, el sonido de su risa y aquellas miradas cómplices de algún instante haciendo travesuras de niños, de jóvenes o de adultos

Cada vez que llegan los cumpleaños, o el día que desencarnaron, tenemos la costumbre con mi Madre, de encender una vela blanca con un suave aroma de sándalo dulce o incienso, poniendo en esa luz la intención de hacerles saber que los llevamos en nuestro corazón y nos sentimos agradecidos por el tiempo compartido. Es una manera de honrarlos y seguir resonando en esa línea vibratoria donde el recuerdo toma forma de mensajero invisible que permite acercarnos a ese mundo espiritual con el cariño de siempre.

Aunque ya no estén físicamente sigo conservando la esperanza que volveremos a vernos en otro espacio de tiempo, mientras tanto sigo construyendo momentos especiales con mis seres queridos más cercanos, la familia, mi amado esposo, mis amistades, y todas las almas que de una forma u otra nos enseñan a transitar esta existencia en el planeta azul y como dice Galeano:  “Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”.

 

 

Foto de tapa: Pexels, Being the Traveller (Ser el viajero)

 

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